Patrick Süsskind
Grenouille, sentado sobre el montón de troncos
con las piernas estiradas y la espalda apoyada contra la pared del cobertizo,
había cerrado los ojos y estaba inmóvil. No veía, oía ni sentía nada, sólo percibía
el olor de la leña, que le envolvía y se concentraba bajo el tejado como bajo
una cofia. Aspiraba este olor, se ahogaba en él, se impregnaba de él hasta el
último poro, se convertía en madera, en un muñeco de madera, en un Pinocho,
sentado como muerto sobre los troncos hasta que, al cabo de mucho rato, tal vez
media hora, vómito la palabra “madera”, la arrojó por la boca como si estuviera
lleno de madera hasta las orejas, como si pugnará por salir de su garganta
después de invadirle la barriga, el cuello y la nariz. Y esto le hizo volver en
sí y le salvó cuando la abrumadora presencia de la madera, su aroma, amenazaba
con ahogarle. Se despertó del todo con un sobresalto, bajo resbalando por los
troncos y se alejó tambaleándose, como si tuviera piernas de madera. Aún varios
días después seguía muy afectado por la intensa experiencia olfatoria y cuando
su recuerdo le asaltaba con demasiada fuerza, murmuraba “madera, madera”, como
si fuera un conjuro.
Así
aprendió a hablar. Las palabras que no designaban un objeto oloroso, o sea, los
conceptos abstractos, ante todo de índole ética y moral, le presentaban serían
dificultades. No podía retenerlas, las confundía entre sí, las usaba, incluso
de adulto, a la fuerza y muchas veces impropiamente: justicia, conciencia,
Dios, alegría, responsabilidad, humildad, gratitud, etcétera., expresaban ideas
enigmáticas para él.
Por el contrario, el lenguaje corriente habría
resultado pronto escaso para designar todas aquellas cosas que había ido
acumulando como conceptos olfativos. Pronto, no olió solamente a madera, sino a
clases de madera, arce, roble, pino, olmo, peral, a madera vieja, joven,
podrida, mohosa, musgosa e incluso a troncos y astillas individuales y a distintas
clases de aserrín y los distinguía entre sí como objetos claramente
diferenciados, como ninguna otra persona había podido distinguirlos con los
ojos. Sabía que aquella bebida blanca que madame Gaillard daba todas las
mañanas a sus pupilos se llamaba sólo leche, aunque para Grenouille cada mañana
olía y sabía de manera distinta, según lo caliente que estaba, la vaca de que
procedía, el alimento de esta vaca, la cantidad de nata que contenía,
etcétera…, que el humo, aquella mezcla de efluvios que constaba de cien aromas
diferentes y cuyo tornasol se transformaba no ya cada minuto, sino cada
segundo, formando una nueva unidad, como el humo del fuego, sólo tenía un
nombre, “humo”.. que la tierra, el paisaje, el aire, que a cada paso y a cada
aliento eran invadidos por un olor distinto y animados, en consecuencia, por
otra identidad, sólo se designaba con aquellas tres simples palabras…
Todas estas grotescas desproporciones entre la
riqueza del mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían
dudar al joven Grenouille del sentido de la lengua y sólo se adapta a su uso
cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible.
A los seis años ya había captado por completo
su entorno mediante el olfato. No había ningún objeto en casa de madame
Gaillard, ningún lugar en el extremo norte de la Rue de Charome, ninguna
persona, ninguna piedra, ningún árbol, arbusto o empalizada, ningún rincón, por
pequeño que fuese, que no conociera, reconociera y retuviera en su memoria
olfativamente, con su identidad respectiva. Había reunido y tenía a su
disposición diez mil, cien mil aromas específicos, todos con tanto claridad,
que no sólo se acordaba de ellos cuando volvía a olerlos, sino que los olía
realmente cuando los recordaba; y aún más, con su sola fantasía era capaz de
combinarlos entre sí, creando nuevos olores que no existían en el mundo real.
Era como si poseyera un inmenso vocabulario de aromas que le permitiera formar
a voluntad enormes cantidades de nuevas combinaciones olfatorias… a una edad en
que otros niños tartamudeaban con las primeras palabras aprendidas, las frases
convencionales, a todas luces insuficientes para la descripción del mundo. Si
acaso, lo único con que podía compararse su talento era la aptitud musical de
un niño prodigio que hubiera captado en las melodías y armonías el alfabeto de
los distintos tonos, y ahora compusiera él mismo nuevas melodías y armonías,
con la salvedad de que el alfabeto de los olores era infinitamente mayor y más
diferenciado que el de los tonos, y también de que la actividad creadora del
niño prodigio Grenouille se desarrollaba únicamente en su interior y no podía
ser percibida por nadie más que por él mismo.
( … )
Se disponía ya a alejarse de la aburrida
representación para dirigirse a su casa pasando por las Galerías del Louvre,
cuando el viento le llevó algo, algo minúsculo, apenas perceptible, una migaja,
un átomo de fragancia, o no, todavía menos, el indicio de una fragancia más que
una fragancia en sí, y pese a ello la certeza de que era algo jamás olfateado
antes. Retrocedió de nuevo hasta la pared, cerró los ojos y esponjó las
ventanas de la nariz. La fragancia era de una sutileza y finura tan
excepcionales, que no podía captarla, escapaba una y otra vez a su percepción,
ocultándose bajo el polvo húmedo de los petardos, bloqueada por las emanaciones
de la muchedumbre y dispensada en mil fragmentos por los otros mil olores de la
ciudad. De repente, sin embargo, volvió, pero sólo en diminutos retazos,
ofreciendo durante un breve segundo una muestra de su magnífico potencial... y
desapareció de nuevo. Grenouille sufría un tormento. Por primera vez no era su
carácter ávido el que se veía contrariado, sino su corazón el que sufría. Tuvo
el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento
de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no
entendía precisamente ésta y que él, Grenouille, habría desperdiciado su vida
si no conseguía poseerla. Tenía que captarla, no sólo por la mera posesión,
sino por la tranquilidad de su corazón. La excitación casi le produjo malestar.
Ni siquiera se había percatado de la dirección de donde procedía la fragancia.
Muchas veces, los intervalos entre un soplo de fragancia y otro duraban minutos
y cada vez le sobrecogía el horrible temor de haberla perdido para siempre. Al
final se convenció, desesperado, de que la fragancia provenía de la otra orilla
del río, de alguna parte en dirección sudeste.
Se apartó de la pared del Pavillon de Flore
para mezclarse con la multitud y abrirse paso hacia el puente. A cada dos pasos
se detenía y ponía de puntillas con el objeto de olfatear por encima de las
cabezas; al principio la emoción no le permitió oler nada, pero por fin logró
captar y oliscar la fragancia, más intensa incluso que antes y, sabiendo que
estaba en el buen camino, volvió a andar entre la muchedumbre de mirones y
pirotécnicos, que a cada momento alzaban sus antorchas hacia las mechas de los
cohetes; entonces perdió la fragancia entre la humareda acre de la pólvora, le dominó
el pánico, se abrió paso a codazos y empujones, alcanzó tras varios minutos la
orilla opuesta, el Hotel de Mailly, el Quai Malaquest, el final de la Rue de
Seine...
Allí detuvo sus pasos, se concentró y olfateó.
Ya lo tenía. Lo retuvo con fuerza. El olor bajaba por la Rue de Seine, claro,
inconfundible, pero fino y sutil como antes. Grenouille sintió palpitar su corazón
y supo que no palpitaba por el esfuerzo de correr, sino por la excitación de su
impotencia en presencia de este aroma. Intentó recordar algo parecido y tuvo
que desechar todas las comparaciones. Esta fragancia tenía frescura, pero no la
frescura de las limas o las naranjas amargas, no la de la mirra o la canela o
la menta o los abedules o el alcanfor o las agujas de pino, no la de la lluvia
de Mayo o el viento helado o el agua del manantial... y era a la vez cálida
pero no como la bergamota, el ciprés o el almizcle, no como el jazmín o el
narciso, no como el palo de rosa o el lirio... esta fragancia era una mezcla de
dos cosas, lo ligero y lo pesado; no, no una mezcla, sino una unidad y además
sutil y débil y sólido y denso al mismo tiempo, como un trozo de seda fina y
tornasolada... pero tampoco como la seda , sino como la leche dulce en la que
se deshace la galleta... lo cual no era posible, por más que se quisiera: ¡seda
y leche! Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar;
de hecho su existencia era imposible. Y no obstante, ahí estaba, en toda su
magnífica rotundidad. Grenouille la siguió con el corazón palpitante porque
presentía que no era él quien seguía la fragancia, sino la fragancia la que le
había hecho prisionero y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí.
Continuó bajando por la Rue de Seine. No había
nadie en la calle. Las casas estaban vacías y silenciosas. Todos se habían ido
al río a ver los fuegos artificiales. No estorbaba ningún penetrante olor
humano, ningún potente tufo de pólvora. La calle olía a la mezcla habitual de
agua, excrementos, ratas y verduras en descomposición, pero por encima de todo
ello flotaba, clara y sutil, la estela que guiaba a Grenouille. A los pocos
pasos desapareció tras los altos edificios la escasa luz nocturna del cielo y
Grenouille continuó caminando en la oscuridad. No necesitaba ver; la fragancia
le conducía sin posibilidad de error.
A los cincuenta metros dobló a la derecha la
esquina de la Rue de Marías, una callejuela todavía más tenebrosa cuya anchura
podía medirse con los brazos abiertos. Extrañamente, la fragancia no se
intensificó, sólo adquirió más pureza y, a causa de esa pureza cada vez mayor,
ganó una fuerza de atracción aún más poderosa. Grenouille avanzaba como un
autómata. En un punto determinado la fragancia le guio bruscamente hacia la
derecha, al parecer contra la pared de una casa. Apareció un umbral bajo que
conducía al patio interior. Como en un sueño, Grenouille cruzó este umbral, dobló
un recodo y salió a un segundo patio interior, de menor tamaño que el otro,
donde por fin vio arder una luz; el cuadrilátero sólo medía unos cuantos pasos.
De la pared sobresalía un tejadillo de madera inclinado y debajo de él, sobre
una mesa, parpadeaba una vela. Una muchacha se hallaba sentada ante esta mesa,
limpiando ciruelas amarillas. Las cogía de una cesta que tenía a su izquierda, las
despezonaba y deshuesaba con un cuchillo y las dejaba caer en un cubo. Debía
tener trece o catorce años. Grenouille se detuvo. Supo inmediatamente de dónde
procedía la fragancia que había seguido durante más de media milla desde la
otra margen del río; no de este patio sucio ni de las ciruelas. Procedía de la
muchacha.
Por un momento se sintió tan confuso que creyó
realmente no haber visto nunca en su vida nada tan hermoso como esta muchacha.
Sólo veía una silueta desde atrás, a contraluz de la vela. Pensó, naturalmente,
que nunca había olido nada tan hermoso. Sin embargo, como conocía los olores
humanos, muchos miles de ellos, olores de hombres, mujeres y niños, no quería
creer que una fragancia tan exquisita pudiera emanar de un ser humano. Casi
siempre los seres humanos tenían un olor insignificante o detestable. El de los
niños era insulso, el de los hombres consistía en orina, sudor fuerte y queso,
el de las mujeres, en grasa rancia y pescado podrido. Todos sus olores carecían
de interés y eran repugnantes... y por ello ahora ocurrió que Grenouille, por
primera vez en su vida, desconfió de su nariz y tuvo que acudir a la ayuda
visual para creer lo que olía. La confusión de sus sentidos no duró mucho, en
realidad, necesitó sólo un momento para cerciorarse ópticamente y entregarse de
nuevo, sin reservas, a las percepciones de su sentido del olfato. Ahora olía
que ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la grasa de sus
cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer. Su sudor
era tan fresco como la brisa marina, el sebo de sus cabellos, tan dulce como el
aceite de nuez, su sexo olía como un ramo de nenúfares, su piel, como la flor
de albaricoque... y la combinación de estos elementos producía un perfume tan
rico, tan equilibrado, tan fascinante, que todo cuanto Grenouille había olido
hasta entonces en perfumes, todos los edificios odoríferos que había creado en
su imaginación, se le antojaron de repente una mera insensatez. Centenares de miles
de fragancias parecieron perder todo su valor ante esta fragancia determinada.
Se trataba del principio supremo, del modo según el cual debía clasificar todos
los demás. Era la belleza pura.
Bibliografía
Süsskind Patrick, El Perfume: historia de un asesino, México, Seix Barral/Planeta, 2003,
Pág. 28-30, 40-43.
Actividad.
El texto de Patrick Süsskind es un ejemplo de cómo percibe el mundo una persona (Grenouille) que tiene un sentido del olfato muy desarrollado. Las siguientes preguntas podrían orientar la discusión:
• ¿Qué percibía Grenouille que no percibimos nosotros (o
normalmente no lo percibimos)?
• ¿Les gustaría vivir en un mundo donde su sentido olfativo
predomina sobre su sentido de vista? ¿En qué consistirían las diferencias?
• ¿Cuán fácil o difícil es describir olores? ¿Cómo habrá
sido el proceso utilizado por Süsskind para imaginar el personaje de
Grenouille?
• ¿Les ha pasado que un olor les trae a la memoria alguna
persona o situación? ¿Por qué podrían ser tan evocativos los olores?
• Grenouille desconfió por primera vez en su vida de su
sentido del olfato porque no creía que una persona podría oler tan bien.
¿Podríamos tener algunos prejuicios análogos respecto a lo que nosotros vemos?