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lunes, 11 de enero de 2021

Consumo y consumismo

Eulalio Ferrer Rodríguez

La Jornada, 23 de febrero de 1996.

Nunca, como en estos momentos, pudiera decirse que México se encuentra más cerca de la sociedad del subconsumo, con todas sus implicaciones empobrecedoras y sus síntomas perturbadores. Y con todo, paradójicamente, de que el país consuma anualmente más de 100 kilogramos de tortillas de maíz per cápita y de que Mèxico ostente la corona mundial del consumo de refrescos, arriba de los 600 millones de litros al año; arriba también, y por mucho, de la cantidad de leche que los mexicanos consumen. Datos no menos reveladores son, por contraste, los que afirman que un 40 por ciento de la población no alcanza a llenar los mínimos requerimientos de alimentación y vestido.

Diríase que un extenso territorio del país vive en la Sociedad del Ocio, y no por la vía deseable de la Sociedad del Bienestar, sino por la vía condenatoria de las insuficiencias. Legado histórico, pues ya en 1804 el barón de Humboldt escribió: “México es el país de la desigualdad”. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de tierra y población”.

Evidentemente, la Sociedad de Consumo forma parte de la cultura de nuestro tiempo. Uno de los críticos más acerbos, H. Marcurse, a quien algunos atribuyeron el término de sociedad de consumo, tomó como modelo el de la sociedad estadounidense, calificado por Jean Baudrillard como el servilismo del consumismo. Un modelo que ha sido titulado por sus propios protagonistas el sueño americano. El que registra el más alto índice de utilización de papel impreso, más de diez millones de toneladas al año; el que alardea de ofrecer al público más de 20 mil artículos distintos en sus cadenas de supermercados, en un flujo semanal de 200 marcas nuevas, el que consume el 25 por ciento del petróleo mundial con sólo un 4 por cierto de su población; el que permite que el 89 por ciento de sus habitantes dispongan de automóvil, contra el 8 por ciento en el resto del planeta; el que no puede ocultar que es la principal sede mundial de los narco-consumidores… No cuesta entender que la sociedad estadounidense es el polo opuesto del consumo: el consumismo. Es decir, la economía convertida en cosa: la ley suprema de la mercancía. La pasión de comprar, al servicio del egoísmo colectivo, la ambición del poseer tan ligada a la avaricia, alternada con la del tener, tan asociada al gasto desenfrenado y a la glotonería. Y una religión, la del dinero. A sus oficiantes se les llama dineròmanos, esos seres dominados ciegamente por el afán de lucro. El consumismo es el imperio incondicional de las marcas comerciales, del público marcado por las marcas, con todas sus ficciones y espejismos, con todas sus clasificaciones y variaciones, muchas veces a partir de lo mismo: proliferación de productos iguales con nombres distintos en una sociedad de usar y tirar, como lo ha definido Lee Iacocca.

El apetito humano está lleno de gustos y deseos. A uno les complace el sabor de la carne, a otros el del pescado. A unos, el de la cerveza, a otros el del vino. Son incontables los que quisieran tener un automóvil o un televisor o un refrigerador. Y es que todos somos, por definición, consumidores, según la frase de John F. Kennedy, hilvanada a la teoría económica de que el dinero que se genera con la producción se liquida con el consumo. En tanto que en el proceso humano, la sociedad del consumo está dentro y fuera de lo que es real, de lo que es posible y de lo que es necesario.

El querer ser rebasa, generalmente, los límites de lo que se puede ser, acaso porque nuestros gustos sean más fuertes que nuestras razones. Las leyes de la comunicación, por su parte, nos enseñan la diferencia que media entre cómo son las cosas y cómo las percibimos.

La civilización tiende a multiplicar las necesidades, no a reducirlas, sobre todo cuando las transforma en deseos. Deseos que, a lau vez, trazan fronteras caprichosas entre el placer y el gozo: entre lo posible y lo imaginado. Sabemos bien que la necesidad es de origen fisiológico, y el deseo de origen psicológico.

Quienes han refutado la tesis de que son los deseos los que se convierten en necesidad, han expresado que los animales desean lo que necesitan y el hombre necesita lo que desea. Nietzsche lo resumió en una sentencia “desear más”.

Sin duda, el hombre nace ya con los dientes afilados del deseo. En su sentido más puro, es un bien que suele reflejar los esplendores de la imaginación, como signo distintivo del ser humano, no fuente del error y la desdicha, como piensan los budistas y ciertos partidarios del yoguismo. De Octavio Paz es la metáfora orientadora: El deseo es la gran fuerza creadora de las ilusiones… Es, en cierta forma, el motor de la vida”. El filósofo alemán Wolfgang Hang ha dicho que “el deseo es el padre del pensamiento”. Un maestro de la comunicación, Abraham Moles, sostiene que la inteligencia es el ojo del deseo. Si la Sociedad de Consumo nace a partir de la satisfacción de necesidades, sin las velas del deseo sería un barco a la deriva. Quien supo explorar prácticamente ese fenómeno a través de la moda, madame Chanel, ha revelado: “El lujo es una necesidad que empieza cuando termina la necesidad”. La conclusión es obvia:  nuestra vida es una interminable red de deseos. O manifestado en palabras de Adam Smith: “el deseo nos acompaña desde el seno materno hasta la tumba”.

Sin la relación de necesidad-deseo no se entenderían las motivaciones humanas que han parido y mantienen a la Sociedad de Consumo en todas sus categorías y desarrollos. Una necesidad satisfecha genera otra y así sucesivamente. Lo suficiente se va volviendo poco. Nadie puede asegurar que se tenga lo suficiente para siempre. Pronto la necesidad alcanzada se convierte en deseo por alcanzar. Los deseos metaforizan la necesidad, según Henri Lefbvre. La cadena de testimonios nos llevarían hasta Carlos Marx, el que dijo que “la primera necesidad satisfecha condena a nuevas necesidades”. Sea por la vía natural del ascenso humano, sea por la de la aspiración social, sea por la del libre juego de las mercancías y del mercado, de la necesidad al deseo hay una trayectoria imparable, tan incitante como excitante. La sociedad nos rodea y nos empuja, nos hace siervos de sus hábitos o nos libera de ellos. No enseña a ser y, también, a desear, lo mismo en el terreno de los ideales que en el ejercicio del pragmatismo. En el mundo moderno parece ser que ya no cabe aquella expresión que se atribuye a Sócrates, cuando contemplaba un montón de mercancías: “¡Cuántas cosas que no me hacen falta! Priva más la de Karl Karus: “Consumimos y vivimos de forma que el medio consume el fin”.

El consumo en su realidad objetiva, es tanto el tipo de comida o de vestido que cada uno necesita o prefiere, como el tratamiento cosmético que solicita el cuerpo, sea hombre o mujer. En la Sociedad de Consumo conviven los moderados y los hedonistas. La compra es algo más que necesidad o deseo: entretenimiento, hipnosis, extroversión, distensión, compulsión… Como existe hoy una patología de la prisa, también existe una patología de la compra. Las ganas de vivir más suelen ir emparejadas con las de tener más. Cada vez hay más impulsos psicosomáticos en las razones del consumo. Figura entre ellas las que Veblen llamó gasto de prestigio, que se acentúan en las clases económicamente privilegiadas, pero al que no son ajenos los escalones inferiores, con sus variantes de identificación o supremacía social.

Si la Sociedad de Consumo tiene una explicación válida, vista como una sociedad hacia el bienestar, es rechazable la alternativa mesiánica del consumismo. El hombre a la medida de las cosas, hecho cosa, como expresión máxima de la sociedad de masas. Puerta tramposa, frecuentemente, de los que ansían poseer sin producir. Contrariamente, el ser productivo es un endoso legítimo y natural para permanecer a la Sociedad de Consumo.

Para que una Sociedad de Consumo sea justa, no debe estar en el nivel de la subsistencia, que es el del subconsumo. En el lado opuesto, el consumismo no es la fórmula mejor: convierte la sociedad en una saciedad. La sociedad corrompida que temía Rousseau.

Bibliografía

Kabalen Donna Marie & De Sánchez Margarita A. (1995). La lectura analìtico-crìtica. México: Trillas. Pág.268-270.

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