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jueves, 14 de enero de 2021

La sombra del caudillo

Novela mexicana del siglo XX

El caudillismo en nuestro país.

Caudillismo, dice el diccionario, es el sistema de caudillaje o gobierno de un caudillo; y caudillo, es el que como cabeza, guía y manda la gente de guerra; el que dirige algún gremio, comunidad o pueblo.

Al finalizar la lucha armada de la Revolución, nuestro país se encuentra con un panorama caótico: los ejércitos vencedores respaldaban cada uno a su jefe: Zapata, Obregón, Carranza, Villa, Calles y Huerta; todos caudillos e “Hijos legítimos” de la Revolución.

La presencia de tantos caudillos origina una nueva lucha por el poder y Zapata es el primero en desaparecer. Obregón vence a Villa y lo obliga a retirarse en su hacienda, pero como siguió activo, lo mandaron a matar.

Obregón cumple con un período presidencial de cuatros años y entrega la Presidencia de la República a Calles quien siente gravitando sobre él la Sombra del cuadillo.

He ahí el marco de acontecimientos reales que motivaron a Martin Luis Guzmán para aprisionar en sus páginas literarias un suceso que conoció muy de cerca. Los hechos de esta novela son, por tanto, verídicos y reflejan la tragedia de nuestra estructura política en ese momento crucial.

A Guzmán le apasiona la personalidad de los grandes caudillos y los retrata con una eficiencia narrativa producto de su sentido plástico en el manejo de la palabra al describir.

Su técnica literaria consigue “meternos” en la acción que sentimos correr vertiginosamente, como en el fragmento siguiente: Podemos penetrar en el pensamiento de Axkanà, “ver” sus reacciones “sufrir” sus angustias y, finalmente sentirnos “aliviados” cuando descubre la carretera, símbolo de la salvación.

*Ejercicio

-Observa cuáles son los signos de puntuación más usados en el texto.


La sombra del caudillo

De Martín Luis Guzmán**

Tenía los ojos abiertos e inmóviles; pero sentía –sentía sin pensarlo- que hubiera podido moverlos a voluntad. Frente a ellos estaban, limitada arriba la imagen por el ala del sombrero, las piernas de Segura, que se habían acercado al cadáver de Aguirre. Por entre las piernas vio Axkanà un brazo que bajaba, y una mano que palpaba, en busca de la herida, el pecho del muerto. La mano tropezaba allí con algo; desabrochada el chaleco; le volvía un lado de revés, y extraía de allí en seguida, manchados los dedos de sangre, un fajo billetes. Los dedos se limpiaban la sangre en la camisa del muerto, y brazo y mano volvían a subir. Entonces se veía bajar el otro brazo, éste armado de la pistola; el cañón se detenía arriba de la oreja _Axkanà cerró los ojos-; se escuchaba la detonación…

Cuando Axkaná volvió a levantar los párpados, las piernas de Segura habían desaparecido. Del otro lado del cadáver de Aguirre, a gran distancia, se veían soldados que corrían, que disparaban. Axkanà ya no sólo veía: oía- oía lejanos gritos, detonaciones-. Sentía ahora también la humedad tibia de la sangre, que le empapaba el pecho. Paseó la mirada por toda la montaña frontera. Distinguió sin esfuerzo, pese a la luz crepuscular, ya casi parda, las escenas en que sus compañeros de vida política estaban pareciendo cuatrocientos metros más allá. Creyó ver al periodista rodando desde lo alto de una roca, a Olivier, que trepaba con increíble esfuerzo y caía también.

Un horror inmenso y, acaso, algo de terror, de pavor, de miedo incoercible, ahogaron su disposición a la muerte. Probó entonces a mover brazos y piernas. Vio que podía hacerlo.

Se incorporó.

Se puso en pie.

Corrió.

Corrió a lo largo de los cerros que separaban la hondonada y el camino y que bajaban hacia el valle. El dolor del pecho lo fatigó pronto; se lo aumentaba la postura de los brazos, atados a la espalda y convertidos así en obstáculo de la carrera. Tropezaba; perdía cada diez pasos el equilibrio; estaba a punto de caer. Cien metros habría avanzado apenas cuando el silbo de las balas le anunció que lo perseguían. Se tornó un instante para ver: seis o siete soldados corrían en su seguimiento, aunque todavía muy lejos. Reanudó la fuga; seguían disparándole.

Así avanzó tres o cuatro minutos más. Lo acosaban las balas. Llegó a un sitio donde se abría, entre cerro y cerro, una senda; para protegerse de los proyectiles se metió por allí. La senda lo condujo, a poco, hasta el borde de un pequeño precipicio, tan inesperado, que las copas de los árboles de abajo, salientes y vistas a distancia, le habían parecido al pronto hierbajos y matas que brotaban del suelo. Se echó a tierra para no precipitarse por el derrumbadero. Se levantò de nuevo, y jadeante, casi exhausto, volvió a correr ahora bordeando el precipicio y subiendo en seguida por el recuesto que llevaba, pasos más lejos, a la otra vertiente de la altura. Por de pronto, los soldados que no lo veían, no le podían disparar.

Ya en la otra vertiente avanzó cincuenta o sesenta metros, en declive casi paralelo al de poco antes, declive que terminó pronto en un sitio donde la ladera del cerro, en violenta arruga, se despeñaba como cauce de arroyo seco.

Axkanà se detuvo. Sólo se le ofrecían dos caminos: o bajar por allí, o esconderse entre las peñas. Si lo primero, los soldados lo alcanzarían antes de diez minutos; si lo segundo, lo encontrarían en cinco o seis. Volvió la vista en torno. A su izquierda, a cincuenta pasos, sobresalían apenas, rozando casi el borde del talud, los árboles del precipicio. Aquello lo iluminó: sacudió la cabeza entre las rodillas para hacer que cayese su sombrero del suelo y, acto seguido, sin vacilar, corrió en dirección del precipicio y brincó. Brincó con tal furia que no parecía querer salvarse, sino suicidarse, acabar de una vez.

Las hojas y ramas de un árbol se abrieron; por entre ellas cayó Axkanà durante tiempo indefinido, durante tiempo infinito. Iba de cabeza, cerrados los ojos, entre puntas que lo arañaban, durezas contra las que golpeaba y rebotaba, asperezas donde parecía quedarse toda la piel de su cara, y entregado por completo –atados brazos y manos- a la totalidad del azar. Algo que primero se le clavó en la espalda y le desgarró luego la ropa hasta llevarse la piel misma, vino a metérsele entre las muñecas, que le crujieron y se le torcieron. Y así quedó: piernas arriba, puesta la nuca contra una horqueta y enganchado, colgado por el cordón de alambre que hasta un segundo antes hiciera inútiles sus manos. Abrió los ojos; por entre las ramas se apagaban arriba las últimas voces de los soldados. Adivinó el momento en que sus perseguidos se detenían al ver el sombrero. Volvió a oírlos correr y gritar. Disparaban. Otros disparos escuchó también, éstos mucho más lejos.

Parte de la espalda la tenía Axkanà apoyada en una rama; parte daba sobre el vació. Pero consciente de que una de sus piernas había encontrado apoyó seguro, allí llevó la otra, para aliviar los dolores del hombro, que iban haciéndosele insoportables. Y como luego notara que por obra del peso de su cuerpo el alambre iba alargándose, y aflojándose las ligaduras, alterno alivió y dolor hasta que sus manos consiguieron sujetar aquello donde el cordón, enganchado, se había detenido. Hizo entonces un supremo esfuerzo: empujándose con los pies –el hombre casi se le desgarraba -, y procurando no perder el apoyo de la rama que tenía bajo la espalda, pasó el cuerpo por entre los brazos hasta que vino a quedar a horcajadas sobre la horqueta donde su cabeza se había sustentado antes. Entonces descansó, casi desvanecido por el dolor de la herida y los magullamientos, y enajenado por el vértigo.

Anochecía. Un trazo blanco, ya apenas perceptible, cortaba a doscientos metros el terreno inclinado que descendía suavemente desde la base del precipicio: era la carretera.

**Guzmán, Martin Luis. (1887-1976) Nació en la ciudad de Chihuahua. Murió en México. Terminó la carrera de abogado. Escribió toda su vida artículos para periódicos y revistas en México, en España y en Estados Unidos. Durante la revolución fue secretario de Francisco Villa. Lo mejor de su obra se refiere a esas experiencias de la revolución: El águila y la serpiente, Memorias de Pancho Villa y La sombra del caudillo.

Bibliografía

Sánchez Azuara Gilberto. (1982). Español, Tercer grado. México: Editorial Limusa, Pág.288-291.


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